viernes, 31 de mayo de 2013

Orígenes Esotéricos de los pueblos Indoarios

Édouard Schuré (1841-1929) es un escritor francés, nacido el 21 de enero de 1841 en Estrasburgo. Falleció en París el 7 de octubre de 1929. Es escritor, filósofo y musicólogo, autor de novelas, de piezas de teatro, de escritos históricos, poéticos y filosóficos. Se le conoce mundialmente sobre todo por su obra Los Grandes Iniciados, obra en la que me hebasado para escribir este artículo.

Nació en una familia protestante. Huérfano de madre a la edad de 5 años y de padre a la edad de 14 años, vivió a continuación con su profesor de Historia del instituto Jean Sturm hasta la edad de 20 años. Tras su bachillerato, Édouard Schuré se inscribe en la Facultad de Derecho para contentar a su abuelo materno que era el decano; pero esta disciplina lo aburre considerablemente, por lo que pasa la mayoría de las tardes en la Facultad de Letras con jóvenes estudiantes y artistas enamorados como él de la literatura y el arte. Entre ellos su amigo músico Victor Nessler y el historiador Rudolf Reuss. Tras terminar sus estudios de derecho, decide dedicarse a la poesía. En 1861, obtuvo sin embargo su licencia en derecho.

Estudió a numerosos filósofos con gran interés, particularmente Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Schelling, Fichte, Schopenhauer y Nietzsche. Intuitivamente atraído por los misterios antiguos, leyó con gran intérés un libro que contiene una descripción detallada de los Misterios de Eleusis, lo que le causó una gran impresión.

A la muerte de su abuelo, heredó lo suficiente para vivir de sus posesiones e ingresos. Abandonó rápidamente el derecho y se trasladó a Alemania con el fin de escribir una historia de Lied que ya había emprendido bajo la dirección de uno sus profesores del instituo, Albert Grün, un refugiado político alemán que lo inició en la literatura alemana y en la filosofía de Hegel.

Alsaciano, Edouard Schuré posee una doble cultura lo que le da un espíritu abierto e incluso universal que se ampliará aún más a raíz de su encuentro con Margarita Albana. En 1866, Schuré está aún en Berlín, frecuenta asiduamente los salones literarios que a ella le apasionan. El 18 de octubre de 1866, se casa con Mathilde Nessler (1866-1922) y el matrimonio se establece en París.

Publica su Historia de Lied, lo que lo introduce en los círculos literarios. Se le recibe en los salones de la Condesa de Agoult, donde conoce a Renan, Michelet, Taine y Jules Ferry. Dirá de sí mismo, como lo destaca G. Jeanclaude en su obra sobre Schuré: “Tres grandes personalidades actuaron de una manera soberana sobre mi vida: Richard Wagner, Margarita Albana yRudolf Steiner. Si pudiera investigar el misterio de estas tres personalidades y hacer la síntesis, habría solucionado el problema de mi vida.”(En su Diario en 1910).

¿Éramos capaces de percibir realmente ángeles y arcángeles en tiempos remotos? ¿Quién era ese hombre que a principios del siglo XX describía, como la cosa más evidente del mundo, lo que había sucedido en la misteriosa Atlántida? Estos temas los trató Rudolf Steiner, que es considerado uno de los grandes maestros espirituales del siglo XX y un verdadero intelectual del ocultismo. Si hay que creer a Trevor Ravenscroft, uno de los discípulos de Steiner, el Dr.W.J.Stein convenció a Sir Winston Churchill de que Adolf Hitler estaba fascinado por lo oculto y creía en los poderes mágicos de los primeros habitantes de la Atlántida.

Pero entre Hitler y Steiner había una diferencia abismal. El primero simpatizaba con la magia negra; el segundo con la magia blanca. Y una de las obsesiones del nazismo era acabar con la vida de Steiner. Efectivamente, sufrió varios atentados de los que consiguió librarse y seguir adelante, hasta que finalmente optaron por quemar, la noche del 31 de diciembre de 1922, su obra arquitectónica más emblemática: el Goetheanum.

El 1° de enero de 1924 -primer aniversario del incendio- Steiner fue víctima de un nuevo atentado y, aunque reunió fuerzas suficientes para superarlo, lo hizo ya con una vitalidad muy mermada. Murió en 1925, no sin antes haber diseñado la maqueta del segundo Goetheanum. Eduardo Schuré, nos describe así su impacto en el primer encuentro que tuvo con Steiner: “Nunca jamás olvidaré la impresión extraordinaria que me hizo este hombre al entrar en mi despacho. Tuve, por primera vez en mi vida, la convicción de encontrarme frente a una de esas personas sublimes, que tienen la percepción directa del más allá. Yo había descrito intuitiva y poéticamente hombres parecidos en mi libro Los Grandes Iniciados“.

En 1973, Trevor Ravenscroft publico su enigmático libro “La lanza del destino”. En esta obra declara que Adolfo Hitler comenzó la segunda Guerra Mundial para capturar la lanza, presumiendo que el interés de Hitler en la reliquia, originada probablemente con su interés en la ópera “Parsifal” de 1882 —por el compositor preferido de Hitler, Ricardo Wagner— que refiere a un grupo de caballeros y su protección del santo Grial, así como la recuperación de la lanza.

Aunque un número de dudas de los historiadores en la obsesión de Hitler con la lanza, como fue divulgada por Trevor Ravenscroft y otros, el trabajo reciente del investigador y del autor Alec MacLellan tiene material descubierto de la fuente original de Ravenscroft que parece validar algunas de las aserciones más extrañas. Ravenscroft mantuvo que la lanza entró en territorios estadounidenses el 30 de abril de 1945; específicamente, bajo el control del tercer ejército conducido por el general George S. Patton.

Más adelante se cumple la leyenda de que la pérdida de la Lanza significaba la muerte, al suicidarse Hitler. Patton se fascinó por el arma antigua e hizo verificar su autenticidad, mas no pudo utilizar la lanza, pues tenía órdenes del general Dwight Eisenhower de que la regalía completa de Habsburgo incluyendo la lanza de Longinos debía ser devuelta al palacio de los Hofburg, en Viena.

Es interesante observar que George Patton, en su poema «A través de un cristal oscuro», curiosamente se postula como Longinos en el transcurso de alguna vida anterior. Ravenscroft procuró en varias ocasiones definir las “energías misteriosas” que la leyenda dice que provee la lanza. Él encontró que la lanza poseía algún espíritu hostil y malvado, a los que él refirió como el Anticristo. En una mezcla de física cuántica, de cristianismo y de ideas de la nueva Era, de que la lanza trae al “Dios enojado del viejo testamento“, que transfiere de alguna manera una parte del poder de la crucifixión a la lanza.

Rudolf Steiner nació en 1861 en Kraljevec (Hungría) en el seno de una familia humilde, y a los 23 años salió de la Escuela superior Técnica de Viena, con un doctorado en filosofía y diplomas en química, biología y física, siguiendo el consejo de un maestro desconocido y misterioso con quien se había encontrado a los 18 años. Este maestro no sólo le enseñó la manera correcta de ver más allá del tiempo y del espacio, sino que además le indicó sobre la necesidad de que adquiriera un conocimiento profundo de la mentalidad científica para poder rebatir, de este modo, el materialismo imperante. Steiner fue secretario general de la sección alemana de la Sociedad Teosófica, creada por la maestra Blavatsky. Dimitió porque quería difundir un conocimiento más acorde con la tradición esotérica occidental.

Lo llamó Antroposofía y nació así, en 1913, la Sociedad General Antroposófica, con sede en Dornach, Basilea (Suiza), al pie de las montañas del Jura, donde comenzó en 1914 la construcción de un gran edificio, según las más antiguas tradiciones arquitectónicas. Se llamó Goetheanum en homenaje a Goethe. La Antroposofía es la unión del conocimiento esotérico y la ciencia.

Para que esa unión sea efectiva, la Antroposofía sistematiza la investigación de los mundos suprasensibles para poderlo utilizar en la vida práctica. El propósito de la Antroposofía es que el ser humano tome conciencia de que existe otra realidad más allá de la estrictamente física, que esta otra realidad es susceptible de investigarse, y que el producto de esta investigación revierte tanto en la ciencia como en el arte y la filosofía.

Zend Avesta (o Zen Dawasta) es el nombre general de los libros sagrados de los parsis, adoradores del fuego o del sol, como se les llama por ignorancia. Tan poco es lo que se ha comprendido de las grandes doctrinas que se hallan todavía en los varios fragmentos que componen todo cuanto ha quedado ahora de la colección de obras religiosas, que el Zoroastrismo es llamado indistintamente Culto del Fuego, mazdeísmo, o Magismo, Dualismo, Culto del Sol, etc.

 El Avesta, tal como está ahora coleccionado, tiene dos partes, conteniendo la primera el Vendîdâd, el Vispêrat y el Yazna; y la segunda, denominada Khorda Avesta, estando compuesta de breves oraciones llamadas Gâh, Nyâyish, etc. Zend significa “comentario” o “explicación”, y Avesta (del antiguo persa âbâsthâ, “ley”).

 El Avesta es una colección de textos sagrados de la antigua Persia, pertenecientes a la religión zoroastriana y redactadas en avéstico. El Avesta conservado hasta nuestros días es una colección de textos litúrgicos que apenas alcanza la cuarta parte del Avesta completo, tal y como fue compilado en la época sasánida. Una descripción del Gran Avesta, compuesto por 21 nask (libros), se nos ha trasmitido en los libros octavo y noveno del Denkard (enciclopedia de la religión).

Ya en el siglo XIX se descubrió que entre los textos llegados hasta nosotros hay una pequeña parte, que constituye el corazón de la liturgia, escrita en una lengua más antigua que el resto del Avesta. Estas partes son los gathas (cantos), en un tipo de versificación similar a la de los himnos védicos, y el Yasna Haptanhaiti, escrito en la misma lengua, pero en prosa. Estas partes más antiguas se vienen atribuyendo tradicionalmente a Zoroastro, pero la realidad histórica de este personaje es cuestionable y su autoría de las gathas no se ha podido probar. No hay ninguna edición completa del Avesta. La más utilizada y mejor es la de Geldner, aunque la más antigua de Westergaard es algo más completa, si bien sólo utiliza los manuscritos disponibles en bibliotecas europeas.

Traducciones fiables más o menos completas son sólo la de Darmesteter al francés y la de Wolff al alemán. No hay ninguna traducción fiable al español. Según el Zend Avesta, Zoroastro preguntó a Ormuzd, el gran creador: “¿Quién es el primer hombre que habló contigo?”. Ormuzd respondió: “Es el hermano Yima, el que estaba a la cabeza de los Valientes. Yo le he dicho que vele sobre los mundos que me pertenecen y le di una espada de oro, una espada de victoria. Y Yima avanzó por el camino del Sol y reunió los hombres valerosos en el célebre Airyana-Vaéja, creado puro”. Zoroastro (en griego) o Zarathustra (en avéstico), castellanizado Zaratustra es el nombre del profeta fundador del mazdeísmo (o zoroastrismo). Se sabe poco o nada de él de manera directa, y las pocas referencias que se conocen están rodeadas de misterio y leyenda. Hay discrepancias sobre el lugar de nacimiento de Zoroastro. Según algunas corrientes nació en Rhages (cerca de Teherán, en Irán), según otras en Afganistán o Kazajistán.

Otras fuentes argumentan que Zaratustra es más bien un título dado a una serie de maestros (hasta cuatro), más que el nombre de uno concreto de ellos, y que el hombre al que solemos referirnos como Zoroastro habría sido el último de la serie. Mediante cálculos indirectos sobre vagas referencias a otros personajes coetáneos o posteriores, se estima que nació entre el principio del primer milenio y el siglo VI a. C. De cualquier manera, Zoroastro llegó hasta el rey Guhtasp, que gobernaba una tribu situada posiblemente en Balkh (al noroeste de Kabul), en Afganistán. Zoroastro convenció al rey y a su tribu de sus creencias.

De esta manera llegó a religión oficial una de las primeras religiones monoteístas—aunque en un marco dualista— de la Historia, denominada mazdeísmo (o zoroastrismo). El nombre de mazdeísmo procede del nombre de la deidad Ahura Mazda, que está enfrentado a un ente maligno que recibe el nombre de Angra Mainyu o Ahrimán, hermano gemelo de Ahura Mazda.

El conflicto entre el Bien y el Mal marca la vida de los hombres. Como base escrita del mazdeísmo, Zoroastro dejó una obra, el Avesta, redactado en avéstico. Fue transmitido durante mucho tiempo de manera oral. En tiempos del Imperio sasánida se recopilaron los textos que pasaron al Avesta. Los más importantes son los cánticos sagrados, llamados gathas. Es posible que date de tiempos de los sasánidas, entre el siglo IV y VI d. C., aunque recogen una tradición oral mucho más antigua.

Durante su vida, Zoroastro se mostró fuertemente en contra de las religiones politeístas presentes en la zona del valle del Indo, la meseta oriental del Gran Irán y las márgenes y oasis del río Oxus. Si bien logró algunos éxitos, no fue hasta después de su muerte cuando el mazdeísmo alcanzó una gran expansión en buena parte de Asia Occidental y Central, convirtiéndose en religión oficial de los aqueménidas o de los sasánidas hasta bien entrada la Alta Edad Media.

Las bases sentadas por el mazdeísmo y la polarización total del Bien y del Mal ejercieron una influencia importante en el judaísmo y a través de él en las religiones monoteístas surgidas en el Oriente Próximo a finales de la Edad Antigua (el cristianismo y el islamismo). La expansión del islam erradicó por completo el mazdeísmo, que pervivió de manera meramente testimonial en algunas comunidades ocultas de Persia y en la isla de Ormuz (en el Golfo Pérsico), y en la región de Bombay (en India).

Zaratustra fue empleado como figura literaria por el filósofo Friedrich Nietzsche en textos como Así habló Zaratustra o Ecce Homo, pero se trata de un simple álter ego del autor a la hora de exponer sus teorías, y no tiene ningún vínculo riguroso con la figura histórica. Según Plinio el Viejo, sólo un hombre en el mundo, Zoroastro, había nacido con una sonrisa en los labios, lo que auguraba su sabiduría divina. Ormuzd o Ahura Mazda es un término empleado en el Zend Avesta. Es el dios de los zoroastrianos o parsis modernos. Está simbolizado por el sol, por cuanto es la Luz de las luces. Esotéricamente, es la síntesis de sus seis Amshaspends o Elohim, y el Logos creador.

 En el sistema mazdeísta exotérico, Ahura-Mazda es el Dios supremo, y uno con el Dios supremo de la edad védica, Varuna, si leemos los Vedas literalmente. Ormuzd significa literalmente: “Gran Rey”, o según Burnouf, “Maestro sabio”. Es el Principio del Bien, en contraposición a Ahrimán, su sombra, que es el Principio del Mal. Por corrupción, el nombre de Ormuzd se ha cambiado a Oromazes u Oromasio.

Según un Himno védico, “ ¡Oh, Agni!. ¡Fuego sagrado!. ¡Fuego purificador!. Tú que duermes en el leño y subes en llamas brillantes sobre el altar, tú eres el corazón del sacrificio, el vuelo osado de la plegaria, la chispa escondida en todas las cosas y el alma gloriosa del Sol”. Y he ahí lo que cantaba, hace cuatro o cinco mil años, delante de un altar de tierra donde flameaba un fuego de hierbas secas, un poeta védico “El Cielo es mi Padre, él me ha engendrado.

Tengo por familia todo este acompañamiento celeste. Mi Madre es la gran Tierra. La parte más alta de su superficie es su matriz; allí el Padre fecunda el seno de aquélla, que es su esposa y su hija”. Una adivinación profunda, una conciencia grandiosa respira en esas extrañas palabras.

Ellas encierran el secreto del doble origen de la humanidad. Anterior y superior a la tierra es el tipo divino del hombre; celeste es el origen de su alma. Pero su cuerpo es el producto de los elementos terrestres fecundados por una esencia cósmica. Los besos de Uranos y de la gran Madre significan, en el lenguaje de los Misterios, las lluvias de almas o de mónadas espirituales, que vienen a fecundar los gérmenes terrestres: los principios organizadores, sin los que la materia sólo sería una masa inerte y difusa.

La parte más alta de la superficie terrestre, que el poeta védico llama la matriz de la Tierra, designa los continentes y las montañas, cuna de las razas humanas. En cuanto al cielo, Varuna, el equivalente hindú del Urano de los griegos, representa el orden invisible, hiperfísico, eterno e intelectual, que abraza todo el Infinito del Espacio y del Tiempo.

Vemos los orígenes terrestres de la humanidad según las tradiciones esotéricas confirmadas, en parte, por la ciencia antropológica y etnológica de nuestros días. Las cuatro razas que comparten actualmente el Globo son hijas de tierras y zonas distintas. Por creaciones sucesivas, lentas elaboraciones de la tierra en su crisol, los continentes han emergido de los mares a intervalos de tiempo considerables, que los sacerdotes antiguos de la India llamaban ciclos antediluvianos. A través de millares de años, cada continente ha engendrado su flora y su fauna, coronada por una raza humana de color diferente.

El continente austral, tragado por el último gran diluvio, fue la cuna de la raza roja primitiva, de la que los Indios de América no son más que los restos, derivados de los trogloditas que se salvaron en los picos de los montes, cuando el continente se hundió. El África es la madre de la raza negra llamada etiópica por los griegos. El Asia ha elaborado la raza amarilla que se conserva en China. La última en nacer, la raza blanca, salió de los bosques de Europa, entre las tempestades del Atlántico y las brisas del Mediterráneo. Todas las variedades humanas resultan de las mezclas, de las combinaciones, de generaciones o selecciones de esas cuatro grandes razas.

En los ciclos anteriores, la roja y la negra han reinado sucesivamente por medio de potentes civilizaciones que han dejado huellas en las construcciones ciclópeas y en la arquitectura de México. Los templos de la India y Egipto tenían acerca de esas civilizaciones desvanecidas, cifras y tradiciones escasas.

En nuestro ciclo la raza blanca domina, y si se mide la antigüedad probable del Egipto y la India, se hará remontar su preponderancia a siete u ocho mil años. Esa división de la humanidad en cuatro razas sucesivas y originarias, era admitida por los más antiguos sacerdotes de Egipto. Ellas están representadas por cuatro figuras de tipos y tez diferentes en las pinturas de la tumba de Setis I en Tebas.

La raza roja lleva el nombre de Rot; la raza asiática, de piel amarilla, el de Aruc; la africana o negra, el de Halasiu; la líbico-europea o blanca, de cabellos rubios, es de Tamahu. Según las tradiciones brahmánicas, la civilización ha comenzado sobre la Tierra hace cincuenta mil años, con la raza roja, sobre el continente austral, cuando Europa entera y parte del Asia estaban aún bajo el agua. Esas mitologías hablan también de una raza de gigantes anterior. Se han encontrado en ciertas cavernas del Tibet, osamentas humanas gigantescas, cuya conformación semeja más al mono que al hombre. Ellas se relacionan con una humanidad primitiva, intermedia, aun vecina de la animalidad, que no poseía ni lenguaje articulado, ni organización social, ni religión. Porque estas tres cosas brotan siempre a la par: y ese es el sentido de aquella notable tríada bárdica que dice: “Tres cosas son primitivamente contemporáneas: Dios, la luz y la libertad”.

Las tríadas bárdicas o galesas (en galés, Trioedd Ynys Prydein, literalmente “Tríadas de la isla de Bretaña“) son un grupo de textos relacionados que se encontraron en manuscritos medievales que preservan fragmentos de folclore, mitología e historia tradicional galesa en grupos de tres.

El texto incluye referencias al rey Arturo y a otros personajes semihistóricos de la Britania posromana, figuras míticas tales como Bran el Bendito, personajes innegablemente históricos tales como Alan IV de Britania, duque de Bretaña (quien es llamado Alan Fyrgan) e incluso caracteres de la Edad del Hierro como Casivellauno y Carataco. Algunas tríadas simplemente dan una lista de tres caracteres con algo en común (como “los tres bardos frívolos de la isla de Bretaña“), mientras que otros incluyen una explicación narrativa sustancial. La forma de tríada probablemente se originó entre los bardos o poetas como una ayuda nemotécnica al componer sus poemas e historias y, más tarde, se convirtió en un recurso retórico de la literatura galesa. El cuento medieval galés Culhwch ac Olwen tiene muchas tríadas incrustadas en su narrativa.

Con el primer balbuceo de la palabra nació la sospecha vaga de un orden divino. Es el soplo de Jehovah en la boca de Adán, el verbo de Hermes, la ley del primer Manú, el fuego de Prometeo. Un Dios palpita en la fauna humana. La raza roja, ya lo hemos dicho, ocupaba el continente astral, hoy sumergido, llamado Atlántida por Platón, según las tradiciones egipcias.

Un gran cataclismo le destruyó en parte y dispersó sus restos. Varias razas polinésicas, al igual que los Indios de la América del Norte y los Aztecas que Hernán Cortés encontró en México, son los supervivientes de la antigua raza roja, cuya civilización, perdida para siempre, tuvo sus días de gloria y de esplendor materiales. Todos esos descendientes llevan en sus almas la incurable melancolía de las viejas razas que mueren sin esperanza.

Después de la raza roja, la raza negra dominó sobre el globo. Hay que buscar su tipo superior en el abisinio y el nubio, en quienes se conserva el molde de esta raza llegada a su apogeo. Los negros invadieron el sur de Europa en tiempos prehistóricos y fueron rechazados por los blancos. 

Su recuerdo se ha borrado completamente de nuestras tradiciones populares. Sin embargo, han dejado dos huellas indelebles: horror al dragón que fue el emblema de sus reyes y la idea de que el diablo es negro. Los negros devolvieron el insulto a la raza rival haciendo blanco a su diablo. En los tiempos de su soberanía, los negros tuvieron centros religiosos en el Alto Egipto y la Judea. Sus ciudades ciclópeas coronaban las montañas del Cáucaso, de África y del Asia central. Su organización social consistía en una teocracia absoluta.

En la cima, sacerdotes temidos como dioses; abajo, tribus revoltosas, sin familia reconocida, las mujeres esclavas. Esos sacerdotes tenían conocimientos profundos, el principio de la unidad divina del universo y el culto de los astros que, bajo el nombre de sabeísmo, se infiltró entre los pueblos blancos. Véanse los historiadores árabes, así como Abul-Ghari, historia genealógica de los Tártaros, y Mohammed-Mosen, historiador de los Persas.

El sabeísmo es una antigua religión de la Península Arábiga preislámica surgida en la región de Saba (actual Yemen) en el sur. El sabeísmo era una religión que rendía culto a los astros, especialmente al Sol y a la Luna, aunque afirmaba adorar a un solo Dios denominado Alá Taala, asistido por siete ángeles que custodiaban el firmamento llamados al-Illat. Cada tribu sabea rendía culto a diferentes deidades planetarias como el Sol, la Luna, Júpiter, Mercurio y Venus (que tenía un templo en Sanaa). También creían en espíritus totémicos de cada tribu y en los djins. Sus profetas eran Sabi y Henoc, y rendían culto haciendo tres oraciones diarias hacia el sur o hacia el astro de su propia tribu. Los sabeos también aducían que su religión era la verdadera religión practicada por Noé antes de que fuera alterada, y practicaban el bautismo igual que sus primos mandeos.

En la Kaaba, el altar de La Meca, habían muchos ídolos sabeos que fueron destruidos tras la conquista islámica de la ciudad. Los sabeos se dispersaron por todo el Medio Oriente e incluso se afirma (especialmente por parte de la Fe Bahai) que esta era la religión de Abraham antes de su conversión al monoteísmo. Mahoma estableció la tolerancia hacia la “Gente del Libro” en el Corán, aduciendo que estos eran los judíos, cristianos y sabeos (es decir las religiones monoteístas), los cuales tenían derecho a practicar su credo aunque pagando un impuesto. Los teólogos musulmanes tuvieron siempre dudas sobre la identidad exacta de los sabeos, y el estatus de Gente del Libro fue asignado tanto a los practicantes del sabeísmo como a los mandeos y los zoroastrianos. Sin embargo, a diferencia de los mandeos y zoroastrianos que se mantuvieron ininterrumpidamente, los sabeos antiguos desaparecieron gradualmente siendo absorbidos por el Islam.

Un genio, del árabe جن yinn, es un ser fantástico de la mitología semítica. No debe confundirse esta palabra con otra idéntica que procede del latín genius. En ocasiones en vez de genio se usa el término árabe, usualmente transcrito jinn odjinn, de acuerdo con la transcripción francesa o inglesa. En las tradiciones más antiguas, los genios eran los espíritus de pueblos desaparecidos, que actuaban de noche y se escondían al despuntar el día. 

Otras tradiciones dicen que son seres de fuego. En todos los casos se trata de seres con características de duendes y otros seres mitológicos elementales de la naturaleza, que pueden, según su talante, atacar o ayudar al ser humano. El islam incorporó parcialmente la antigua creencia en los genios, y de este modo son hoy en día personajes presentes en las tradiciones de todos los pueblos del área islámica. Es prácticamente seguro, sin embargo, que esos genios no responden únicamente a los genios semíticos originales, ya que la extensión del mensaje del Corán impuso un mismo nombre a muchas manifestaciones distintas propias de los países islamizados.

Así, en lugares donde el mazdeísmo hizo mella antes que el islam los genios son protagonistas de diversas prácticas mágicas alejadas de la ortodoxia sunní; para los tuareg, son tentadores del desierto y ladrones nocturnos, así como para los musulmanes de la India pueden ser molestos invasores del hogar que deben ser expulsados usando ciertas suras del Corán, en una ceremonia no muy distinta del exorcismo católico.

El islam considera a los genios seres creados de fuego sin humo, dotados como el ser humano de libre albedrío y que pueden obedecer a Dios o bien a Iblís, el demonio, a quien a veces se describe como tal, es decir como ángel caído, y a veces es considerado genio. En el Corán podemos leer: “Hemos creado al hombre de barro, de arcilla moldeable; Antes, del fuego ardiente habíamos creado a los genios”. Los genios son, pues, la tercera clase de seres creada por Dios, junto a los hombres y los ángeles. La creencia en esta tercera raza marca una diferencia respecto a las otras dos religiones monoteístas (cristianismo y judaísmo).

Los genios, a diferencia de los ángeles, comparten el mundo físico con los seres humanos y son tangibles, aunque sean invisibles o adopten formas diversas. Los genios y los humanos pueden casarse y procrear. Por esta razón, la jurisprudencia islámica medieval llegó a regular las condiciones relativas a matrimonio, descendencia y herencia entre genios y humanos. Fueron muchos los pensadores musulmanes medievales que dudaron de la existencia de los genios (no así de la de los ángeles) o directamente la negaron, como Avicena, Al-Farabi o Ibn Jaldún. 

La creencia popular en los genios sigue estando muy extendida en las áreas rurales de algunos países islámicos y es muy frecuente su aparición en la literatura popular. En occidente son conocidos sobre todo los genios malignos del tipo ifrit, a través de los cuentos de Las mil y una noches y sus adaptaciones cinematográficas. Una muestra a la vez de la creencia popular en los genios y de que pueden ser seres dignos de devoción e imitación la encontramos en Marruecos, donde, en el marco del muy popular culto a los morabitos o santones, se inscribe el culto a un personaje que no es humano sino genio.

 Se trata del morabito Sidi Shamharush, situado en la aldea del mismo nombre en el Atlas, y al cual acude la gente de la zona en peregrinación para ganarse la baraka o bendición divina por intercesión del santón. El culto es similar al que se prodiga a otros morabitos, salvo por el hecho de que en este caso no gira alrededor de una tumba, ya que Sidi Shamharush no está muerto: vive de día bajo la forma de perro negro y por la noche adopta apariencia humana.

Pero entre la ciencia de los sacerdotes negros y el fetichismo grosero de las masas no había punto intermedio, arte idealista, mitología sugestiva. Por lo demás, una industria ya existente, el arte de manejar piedras colosales y de fundir los metales en hornos inmensos en que se hacía trabajar a los prisioneros de guerra.

 En esta raza poderosa por la resistencia física, la energía pasional y la capacidad de asimilación, la religión fue, pues, el reino de la fuerza por el terror. La Naturaleza y Dios no aparecieron casi a la conciencia de esos pueblos-niños más que bajo la forma del dragón, del terrible animal antediluviano que los reyes hacían pintar en sus banderas y los sacerdotes esculpían en la puerta de sus templos. Si el sol de África ha incubado la raza negra, se diría que los hielos del polo ártico han visto la florescencia de la raza blanca.


Son los Hiperbóreos de que habla la mitología griega. Esos hombres de cabellos rojos, de ojos azules, vinieron del Norte a través de las selvas, iluminadas por auroras boreales, acompañados por perros y renos, mandados por jefes temerarios y animados, empujados por mujeres videntes. Cabellos de oro y ojos de azul: colores predestinados. Esa raza debía inventar el culto del sol y del fuego sagrado y traer al mundo la nostalgia del cielo. Tan pronto ella se rebela contra éste hasta quererle escalar, como se prosternará ante sus esplendores en una adoración absoluta.

Como las otras, la raza blanca tuvo que libertarse del estado salvaje antes de adquirir conciencia de sí misma. Tiene ella por signos distintivos el gusto de la libertad individual, la sensibilidad reflexiva que crea el poder de la simpatía, y el predominio del intelecto, que da a la imaginación un sello idealista y simbólico. La sensibilidad anímica trajo la afección, la preferencia del hombre por una mujer; de ahí la tendencia de esta raza a la monogamia, el principio conyugal y la familia. La precisión de libertad, unida a la sociabilidad, creó el clan con su principio electivo. La imaginación ideal creó el culto de los antepasados, que forma la raíz y el centro de la religión de los pueblos blancos.

El principio social y político, se manifiesta el día que un cierto número de hombres semisalvajes, ante el ataque de enemigos, se reúnen instintivamente y eligen al más fuerte y más inteligente entre ellos, para defenderles y mandarles: aquel día la sociedad nació. El jefe es un rey en germen; sus compañeros, nobles futuros; los viejos deliberantes, pero incapaces de andar, de la fatiga, forman ya una especie de Senado o asamblea de ancianos.

Pero ¿Cómo nació la religión? Se ha dicho que era el temor del hombre primitivo ante la Naturaleza. Pero el temor nada de común tiene con el respeto y el amor: aquél no liga el hecho a la idea, lo visible a lo invisible, el hombre a Dios. Mientras que el hombre sólo tembló ante la Naturaleza, no fue aún un hombre. Lo fue sólo el día que asió el lazo que le relacionaba al pasado y al porvenir, a algo de superior y bienhechor, y donde él adoró esa misteriosa incógnita.

Pero ¿cómo adoró él por vez primera? El escritor francés Antoine Fabre d’Olivet (1767-1825), en su “Histoire philosophique du genre humain”,lanza una hipótesis eminentemente genial y sugestiva sobre el modo de establecer el culto a los antepasados en la raza blanca: “En un clan belicoso, dos guerreros rivales se querellan. Furiosos, van a matarse, ya han llegado a las manos.

En ese momento, una mujer con el cabello en desorden se interpone entre los dos y los separa. Es la hermana de uno y la mujer del otro. Sus ojos arrojan llamas, su voz tiene el acento del mando. Ella dice en frases entrecortadas, incisivas, que ha visto en la selva al Antepasado de la raza, el guerrero victorioso de tiempos remotos, el heroll que se le ha aparecido. Él no quiere que dos guerreros hermanos luchen, sino que se unan contra el enemigo común.

”Es la sombra del gran Abuelo, el heroll me lo ha dicho, clama la mujer exaltada; ¡Él me ha hablado!. ¡Le he visto!” Lo que ella dice, lo cree. Convencida, convence. Emocionados, admirados y como abrumados por una fuerza invencible, los adversarios reconciliados se dan la mano y miran a esa mujer inspirada como una especie de divinidad. Inspiraciones tales, seguidas de bruscas reacciones, debieron producirse en gran número y bajo formas muy diferentes en la vida prehistórica de la raza blanca”.

En los pueblos bárbaros, la mujer es quien, por su sensibilidad nerviosa, presiente antes lo oculto, afirma lo invisible. Que se considere ahora cuáles serían las consecuencias inesperadas y prodigiosas de un acontecimiento semejante al que hemos relatado. En el clan, en la tribu, todos hablan del hecho maravilloso. La encina, donde la mujer inspirada ha visto la aparición, se convierte en árbol sagrado. Se la conduce allá de nuevo; y, bajo la influencia magnética de la luna, que la coloca en un estado visionario, continúa profetizando en nombre del gran Abuelo. Pronto esta mujer y otras semejantes, de pie sobre las rocas, en medio dé los claros del bosque, al ruido del viento y del océano, evocarán las almas diáfanas de los antepasados ante las multitudes palpitantes, que las verán, o creerán verlas, atraídas por mágicos encantos en las brumas flotantes de las transparencias lunares.

El último de los grandes celtas, Ossián, evocará a Fingal y sus compañeros en las nubes compactas. Así, en el origen mismo de la vida social, el culto de los antepasados se establece en la raza blanca. El gran antepasado llega a ser el Dios de la tribu. He ahí el comienzo de la religión. Pero eso no es todo. Alrededor de la profetisa se agrupan ancianos que la observan en sus sueños lúcidos, en sus éxtasis proféticos. Ellos estudian sus estados diversos, finalizan sus revelaciones, interpretan sus oráculos. Notan ellos que cuando profetiza en el estado visionario, su cara se transfigura, su palabra se vuelve rítmica y su voz elevada profiere sus oráculos cantando una melodía grave y significativa.

Todos los que han visto una verdadera sonámbula, han quedado admirados de la singular exaltación intelectual que se produce en su sueño lúcido. Para aquellos que no han sido testigos de tales fenómenos y que duden de ellos, citaremos un pasaje del célebre David Strauss, que no puede ser sospechoso de superstición. El vio en casa de su amigo el doctor Justinus Kerner a la célebre “vidente de Prévorst” y la describe así: “Poco después, la visionaria cayó en un sueño magnético.

Contemplé por vez primera el espectáculo de ese estado maravilloso, y, puedo decirlo, en su más pura y bella manifestación. Era una cara con expresión de sufrimiento, pero elevada y tierna como inundada de un rayo celeste: una palabra pura, solemne, musical, una especie de recitado”; una abundancia de sentimientos que desbordaban y que se hubieran podido comparar a bandas de nubes, tan pronto luminosas como sombrías, resbalando sobre su alma, o también a brisas melancólicas y serenas impregnadas en las cuerdas de una maravillosa arpa eoliana”.

De ahí el verso, la estrofa, la poesía y la música, cuyo origen pasa por divino en todos los pueblos de raza aria. La idea de la revelación no podía producirse más que a propósito de hechos de este orden. Al mismo tiempo vemos brotar la religión y el culto, los sacerdotes y la poesía.

En Asia, en el Irán y en la India, donde los pueblos de raza blanca fundaron las primeras civilizaciones arias, mezclándose a pueblos de color diferente, los hombres adquirieron pronto supremacía sobre las mujeres en cuestiones de inspiración religiosa. Allí no oímos hablar más que de sabios, de rishis, de profetas. La mujer rechazada, sometida, ya no es sacerdotisa más que del hogar. Pero en Europa la huella del papel preponderante de la mujer se encuentra en los pueblos de igual origen, que fueron bárbaros durante millares de años. Aparece en la Pitonisa escandinava, en la Voluspa del Edda, en las druidas célticas, en las mujeres adivinadoras que acompañan a los ejércitos germanos y decidían sobre el día de las batallas, y hasta en las Bacantes tracias que sobrenadan en la leyenda de Orfeo.

La Vidente prehistórica se continúa con la Pythia de Delfos. Las profetisas primitivas de la raza blanca se organizaron en colegios de druidesas, bajo la vigilancia de los ancianos instruidos o druidas, los hombres de la encina. Ellas fueron al principio bienhechoras. Por su intuición, su adivinación, su entusiasmo, dieron un vuelo inmenso a la raza que estaba sólo en el comienzo de su lucha, varias veces secular, contra los negros. Pero la corrupción rápida y los enormes abusos de esta institución eran inevitables.

Sintiéndose dueñas de los destinos de los pueblos, las druidesas quisieron dominarlos a toda costa. Faltándoles la inspiración, quisieron dominar por el terror. Exigieron los sacrificios humanos e hicieron de ellos un elemento esencial de su culto.

 Los instintos heroicos de su raza los favorecían. Los Blancos eran valientes; sus guerreros despreciaban la muerte; a la primera llamada venían voluntariamente y por bravata a colocarse bajo el cuchillo de las sanguinarias sacerdotisas. 

Por medio de hecatombes humanas se lanzaban los vivos hacia los muertos como mensajeros, y se creía obtener así los favores de los antepasados. Esa amenaza perpetua, colocada sobre la cabeza de los primeros jefes por boca de las profetisas y de los druidas, se volvió entre sus manos un formidable instrumento de dominio.

Primer ejemplo de la perversión que sufren fatalmente los más nobles instintos de la naturaleza humana, cuando no son dirigidos por una sabia autoridad, encaminados al bien por una conciencia superior. Dejada al azar de la ambición y la pasión personal, la inspiración degenera en superstición, el valor en ferocidad, la idea sublime del sacrificio en instrumento de tiranía, en explotación pérfida y cruel.

Pero la raza blanca estaba aún en su infancia violenta y loca. Apasionada en la esfera anímica, debía atravesar otras muchas y sangrientas crisis. Acababa de ser despertada por los ataques de la raza negra, que comenzaba a invadir el sur de Europa. Lucha desigual al principio. Los Blancos medio salvajes, salidos de sus bosques y habitaciones lacustres, no tenían otro recurso que sus arcos, sus lanzas y sus flechas con puntas de piedra. Los Negros tenían armas de hierro, armaduras de bronce, todos los recursos de una civilización industriosa y sus ciudades ciclópeas. Aplastados en el primer choque, los Blancos llevados cautivos empezaron a ser en masa esclavos de los Negros, que les forzaron a trabajar la piedra y a llevar el mineral a sus hornos. Pero algunos cautivos escapados llevaron a su patria los usos, las artes y fragmentos de ciencia de sus vencedores.

Aprendieron ellos de los Negros dos cosas capitales: la fundición de los metales y la escritura sagrada, es decir, el arte de fijar ciertas ideas por medio de signos misteriosos y jeroglíficos sobre pieles de animales, sobre piedra o corteza de fresnos; de ahí las runas de los celtas. El metal fundido y forjado era el instrumento de la fuerza; la escritura sagrada fue el origen de la ciencia y de la tradición religiosa. La lucha entre la raza blanca y la raza negra osciló durante siglos desde los Pirineos al Cáucaso y desde el Cáucaso al Himalaya. La salvación de los Blancos se debió a sus selvas, donde, como las fieras, podían esconderse para salir de nuevo en el momento oportuno.

Enardecidos, aguerridos, mejor armados de siglo en siglo, los arrojaron de las costas de Europa e invadieron a su vez todo el norte de África y el centro de Asia, ocupada por tribus diversas.

La mezcla de las dos razas se operó de dos modos distintos, por colonización pacífica o por conquista belicosa. Fabre d’Olivet, ese maravilloso vidente del pasado prehistórico de la humanidad, parte de esa idea para emitir una visión luminosa sobre el origen de los pueblos llamados semíticos y de los pueblos arios. 

Allí donde los colonos blancos se habían sometido a los pueblos negros aceptando su dominación y recibiendo de sus sacerdotes la iniciación religiosa, allí se formaron los pueblos semíticos, como los Egipcios anteriores a Menes, los Árabes, los Fenicios, los Caldeos y los Judíos.

Las civilizaciones arias, al contrario, se formaron allí donde los Blancos habían reinado sobre los Negros por la guerra o la conquista, como los Iranios, los Hindúes, los Griegos, los Etruscos. Agreguemos a esto que bajo la denominación de pueblos arios comprendemos también a todos los pueblos blancos que habían quedado en estado salvaje y nómada en la antigüedad, tales como los Escitas, los Getas, los Sármatas, los Celtas y más tarde los Germanos. Por este medio pudiera explicarse la diversidad fundamental de las religiones y también de la escritura en esas dos grandes categorías de naciones.

Entre los Semitas, donde la intelectualidad de la raza negra dominó al principio, se nota, sobre la idolatría popular, una tendencia al monoteísmo, el principio de la unidad del Dios oculto, absoluto y sin forma que fue uno de los dogmas esenciales de los sacerdotes de la raza negra y de su iniciación secreta. Entre los Blancos vencedores, o conservadores puros, se nota, al contrario, la tendencia al politeísmo, a la mitología, a la personificación de la divinidad, que proviene de su amor a la Naturaleza y de su culto apasionado por los antepasados. La diferencia principal entre la manera de escribir de los Semitas y los Arios, se explicará por la misma causa. ¿Por qué todos los pueblos semitas escriben de derecha a izquierda, y los arios de izquierda a derecha?.

La razón que de ello da Fabre d’Olivet es tan curiosa como original, y evoca ante nuestros ojos una verdadera visión de ese pasado perdido. Todo el mundo sabe que en los tiempos prehistóricos no había escritura vulgar. El uso de ella no se generalizó hasta la escritura fonética o arte de figurar por letras el sonido mismo de las palabras. Pero la escritura jeroglífica, o arte de representar las cosas por signos cualesquiera, es tan vieja como la civilización humana. Y siempre en esos tiempos primitivos, fue el privilegio del sacerdocio, como función religiosa y primitivamente como inspiración divina. Cuando en el hemisferio austral, los sacerdotes de la raza negra o meridional trazaban sobre pieles de animales o sobre tablas de piedra sus signos misteriosos, tenían por costumbre volverse hacia el polo sur; su mano se dirigía hacia el Oriente, fuente de luz. Escribían, pues, de derecha a izquierda. Los sacerdotes de la raza blanca o Septentrional aprendieron la escritura de los Negros y comenzaron por escribir como ellos.

Pero cuando el sentimiento de su origen se hubo desarrollado con la conciencia nacional y el orgullo de la raza, inventaron signos propios y en lugar de volverse hacia el Sur, hacia el país de los Negros, dieron cara al Norte, el país de los Antepasados, continuando la escritura hacia Oriente. Sus caracteres corren, pues, de izquierda a derecha.

De ahí la dirección de las runas célticas, del zend, del sánscrito, del griego, del latín y de todas las escrituras de las razas arias. Ellas corren hacia el Sol, fuente de la vida terrestre; pero miran al Norte, patria de los antepasados y fuente misteriosa de las auroras celestes. La corriente semita y la corriente aria: he ahí los dos ríos por donde nos han llegado todas nuestras ideas, mitologías y religiones, artes, ciencias y filosofías.

Cada una de estas corrientes lleva consigo una concepción opuesta de la vida, cuya reconciliación y equilibrio sería la verdad misma. La corriente semítica contiene los principios absolutos y superiores: la idea de la unidad y de la universalidad en nombre de un principio supremo que conduce, en su aplicación, a la unificación de la familia humana. La corriente aria contiene la idea de la evolución ascendente en todos los reinos terrestres y supraterrestres, y conduce, en su aplicación, a la diversidad infinita de los desarrollos, en nombre de la riqueza de la Naturaleza y de las aspiraciones múltiples del alma.

El genio semita desciende de Dios al hombre; el genio ario sube del hombre a Dios. El uno se representa por el arcángel justiciero, que desciende sobre la tierra armado de la espada y del rayo; el otro por Prometeo, quien tiene en la mano el fuego robado del cielo y mide el Olimpo con la mirada para transferirlo luego a la tierra.

Nosotros llevamos esos dos genios en nuestro interior. Pensamos y obramos por turno bajo el imperio de uno u otro. Pero están entretejidos, no fundidos en nuestra intelectualidad. Ellos se contradicen y se combaten en nuestros íntimos sentimientos y en nuestros pensamientos sutiles, como en nuestra vida social y en nuestras instituciones.

Ocultos bajo formas múltiples, que se podrían resumir bajo los nombres genéricos de espiritualismo y naturalismo, dominan nuestras discusiones y nuestras luchas. Irreconciliables e invencibles los dos, ¿quién los unirá?.

Y sin embargo, el avance, la salvación de la humanidad dependen de su conciliación y de su síntesis. Por tal razón, en este libro quisiéramos remontarnos hasta la fuente de las dos corrientes, al nacimiento de los dos genios. Sobre las luchas históricas, las guerras religiosas, las contradicciones de los textos sagrados, pasaremos al interior de la conciencia misma de los fundadores y de los profetas que dieron a las religiones su movimiento inicial. Ellos tuvieron la intención profunda y la inspiración de lo alto, la luz viva que da la acción fecunda.

Sí, la síntesis preexistía en ellos. El rayo divino palideció y se oscureció entre sus sucesores; pero reaparece, brilla, cada ver que desde un punto cualquiera de la historia un profeta, un héroe o un vidente remonta a su foco. Porque sólo desde el punto de partida se divisa el objetivo. Desde el Sol radiante, el curso de los planetas.

Tal es la revelación en la historia, continua, graduada, multiforme como la Naturaleza; pero idéntica en su manantial, una como la verdad, inmutable como Dios. Remontando el curso de la corriente semita, llegamos por Moisés a Egipto, cuyos templos poseían, según Manetón, una tradición de 30.000 años.

Remontando el curso de la corriente aria, llegamos a la India, donde se desenvolvió la primera grande civilización resultante de una conquista de la raza blanca. La India y Egipto fueron dos madres de religiones. Los dos países tuvieron el secreto de la gran iniciación. Entraremos en sus santuarios. Pero sus tradiciones nos hacen remontar más alto aun, a una época anterior, donde los dos genios opuestos de que hemos hablado nos aparecen unidos en una inocencia primera y en una armonía maravillosa. Es la época aria primitiva.

Gracias a los admirables trabajos de la ciencia moderna, gracias a la filología, a la mitología, a la etnología comparada, hoy nos es permitido entrever esa época. Ella se dibuja a través de los himnos védicos, que no son, sin embargo, más que su reflejo, con una sencillez patriarcal y una grandiosa fuerza de líneas, Edad viril y grave que se parece a la edad de oro que soñaron los, poetas. El dolor y la lucha existen sin embargo; pero hay en los hombres una confianza, una fuerza, una serenidad, que la humanidad no ha vuelto jamás a encontrar.

En la India el pensamiento se hará profundo, los sentimientos se afinarán. En Grecia las pasiones y las ideas se cubrirán con el prestigio del arte y el vestido mágico de la belleza. Pero ninguna poesía sobrepuja a ciertos himnos védicos en elevación moral, en alteza y amplitud intelectual. Hay allí el sentimiento de lo divino en la Naturaleza, de lo invisible que la rodea y de la grande unidad que penetra el todo. ¿Cómo nació civilización semejante?. ¿Cómo se desarrolló tan alta intelectualidad en medio de guerras de raza y de la lucha contra la Naturaleza?.

Aquí se detienen las investigaciones y las conjeturas de la ciencia contemporánea. Pero las tradiciones religiosas de los pueblos, interpretadas en su sentido esotérico, van más lejos y nos permiten adivinar que la primera concentración del núcleo ario en el Irán se hizo por una especie de selección operada en el seno mismo de la raza blanca, bajo la égida de un conquistador y legislador, que dio a su pueblo una religión y una ley conformes con el genio de la raza. En efecto, el libro sagrado de los Persas, el Zend-Avesta, habla de ese antiguo legislador bajo el nombre de Yima, y Zoroastro, al fundar una religión nueva, apela a ese predecesor como al primer hombre a quien habló Ormuzd, el Dios vivo, como Jesucristo apeló a Moisés. —

El poeta persa Firdousi llama a ese mismo legislador Djem, el conquistador de los Negros —. En la epopeya india, en el Rámáyana, él aparece con el nombre de Rama, vestido de rey indio, rodeado de los esplendores de una civilización avanzada; pero conserva sus dos caracteres distintos de conquistador, renovador e iniciado.

En las tradiciones egipcias la época de Rama es designada por el reino de Osiris, el señor de la luz, que precede al reino de Isis, la reina de los misterios —. En Grecia, en fin, el antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionisos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Orfeo dio ese nombre a la Inteligencia divina y el poeta Nonnus cantó la conquista de la India por Dionisos, según se contiene en las tradiciones de Eleusis.

Como los radios de un mismo círculo, todas esas tradiciones designan un centro común. Siguiendo su dirección, se puede llegar a él. Entonces por encima de los Vedas, sobre el Irán de Zoroastro, en el alba crepuscular de la raza blanca se ve salir de los bosques de la antigua Escitia al primer creador de la religión aria, ceñido con su doble tiara de conquistador y de iniciado, llevando en su mano el fuego místico, el fuego sagrado que iluminará a todas las razas. A Fabre d’Olivet pertenece el honor de haber encontrado ese personaje y de trazar la vía luminosa que a él conduce.

Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían aún la antigua Escitia, que se extendía desde el Océano Atlántico a los mares polares. Los Negros habían llamado a ese continente, que habían visto nacer isla por isla: “la tierra emergida de las olas”.

 ¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco, quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y profundas, con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a los flancos de las montañas!.

En las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo, vastas como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas de caballos salvajes, pasando veloces con la crin al viento. El hombre blanco que habitaba en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse dueño de su tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex, el arco y la flecha, la honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados, hasta la muerte: el perro y el caballo. El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de madera, le había dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la tierra, sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio.

Montados sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch, aterrorizaban a la pantera y al león, que entonces habitaban en nuestros bosques. La civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu existían. En todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos, elevaban a sus antepasados menhires monstruosos. Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo, a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al dragón de fuego en el otro mundo. De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega un papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La religión comenzaba así por el culto a los antepasados.

 Los Semitas encontraron al Dios único — el Espíritu Universal —, en el desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus múltiples, en el fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron los primeros escalofríos de lo Invisible, las visiones del más allá. Por esta razón el bosque encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca. Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí siempre en el curso de las edades, como a su fuente de Juvencia, al templo de la gran madre Herta. Allí duermen sus dioses, sus amores, sus misterios perdidos.

Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios humanos, y la sangre de lasvictimas corría sin cesar sobre los dólmenes, al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas feroces. Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad, llamado Ram (Rama), que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario. El joven druida era dulce y grave.

Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus influencias. Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado “el que sabe”; el pueblo le nombraba “el inspirado de la paz”.

Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros le habían hecho copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. Él vio en esto la pérdida de su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo?.

Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto sacrílego. De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los Negros, los Blancos habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonados hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación.

Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció que una voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre de majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente.

Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello quería decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de muérdago. — “¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas, aquí lo tienes”. Y sacando de su seno un podón de oro, cortó con él la rama y se la dio.

Después murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el muérdago y desapareció. Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado. Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de oro.

Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo curó. Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. 

De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad. Los discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós. Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo.

 Desde entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria, instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo del año y que llamó la Noche-Madre (del nuevo Sol), o la grande renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa: “la esperanza de la salvación está en el bosque”. Los Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo.

Pero Rama, el “inspirado de la paz”, tenía más vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y hembras de dar fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas con su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron contra él sentencias de muerte. Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido, fue execrado por el otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo.

 Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre los jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón. Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Ram opuso el Carnero, el jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión de todos sus partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus.

Los pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza blanca se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina. “¡Muera el Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al Toro!”, gritaban los amigos de Ram. Una guerra formidable era inminente.

Ante tal eventualidad, Ram vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?. Entonces tuvo un nuevo sueño. El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas. En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella.

 “¡En nombre de los antepasados detén tu brazo!”, gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el trueno retumbó en los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío. Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Ram vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata.

En el lugar de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Ram, estoy contento de ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa?. Es la copa de la Vida y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer”. Ram hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió, espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos.

Al mismo tiempo el templo se ensanchó; sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento. Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del Zodíaco los destinos de la humanidad. — “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Ram a su Genio. Y el Genio respondió: — “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino, ¡ve!”. Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.

En este sueño, como bajo una luz fulgurante, Ram vio su misión y el inmenso destino de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender la guerra entre las tribus de Europa, decidió llevarse la flor de su pueblo al corazón del Asia.

Anunció a los suyos que instituiría el culto del fuego sagrado, que haría la felicidad de los hombres; que los sacrificios humanos serían para siempre abolidos; que los antepasados serían invocados, no ya por sacerdotisas sanguinarias sobre rocas salvajes impregnadas de sangre humana, sino en cada hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma oración, en un himno de adoración, al lado del fuego que purifica. Sí; el fuego visible del altar, símbolo y conducto del fuego celestial invisible, uniría a la familia, al clan, a la tribu y a todos los pueblos, cual centro del Dios viviente sobre la tierra.

Pero para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno del malo; preciso era que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para conquistar una tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá, fundaría el culto del fuego renovador. Esta proposición fue acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y ávido de aventuras. Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas fueron la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían seguir a la insignia adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida por ese gran pastor de pueblos, se movió lentamente hacia el centro de Asia.

A lo largo del Cáucaso, tuvo que tomar varias fortalezas ciclópeas de los Negros. En recuerdo de esas victorias, las colonias blancas esculpieron más tarde gigantescas cabezas de carnero en las rocas del Cáucaso. Ram se mostró digno de su alta misión. El allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos, preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes, inflamaba el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia, querían la dominación de la raza boreal sobre la tierra y lanzaban, por medio del genio de Ram, rayos luminosos en su camino.

Esa raza había ya tenido sus inspirados de segundo orden para arrancarla del estado salvaje. Pero Ram, que, él primero, concibió la ley social como una expresión de la ley divina, fue un inspirado directo y de primer orden. Ram hizo amistad con los Turianos, viejas tribus escíticas cruzadas con sangre amarilla, que ocupaban la alta Asia, y los arrastró a la conquista del Irán, de donde rechazó por completo a los Negros, logrando que un pueblo de raza blanca ocupase el centro del Asia y viniese a ser para todos los otros el foco luminoso.

Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable, dice Zoroastro. Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fue el padre del cultivo del trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al pueblo en sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas castas no fueron rivales; el privilegio hereditario, manantial de odio y de celos, se introdujo más tarde.

Ram prohibió la esclavitud, así como el homicidio, afirmando que la dominación del hombre por el hombre era la fuente de todos los males. En cuanto al clan, esa agrupación primitiva de la raza blanca, lo conservó tal como era y le permitió elegir sus jefes y sus jueces.

La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador por excelencia, creado por él, fue el nuevo papel que dio a la mujer. Hasta entonces, el hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o esclava miserable de su choza, que él oprimía y maltrataba brutalmente, o turbadora sacerdotisa de la encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le dominaba a su pesar; maga fascinadora y terrible cuyos oráculos temía, y ante quien temblaba su alma supersticiosa. El sacrificio humano era un desquite de la mujer contra el hombre, cuando ella hundía el cuchillo en el corazón de un tirano feroz.

Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la mujer ante el hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Ram la convirtió en sacerdotisa del hogar, guardiana del fuego sagrado, igual al esposó, invocando con él el alma de los antepasados. Como todos los grandes legisladores, Ram no hizo más que desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año. La primera fue de la primavera o de las generaciones.

Estaba consagrada al amor del esposo y la esposa. La fiesta del verano o de las cosechas pertenecía a los niños y niñas, que ofrendaban las gavillas del trabajo a los padres. La fiesta del otoño la celebraban los padres y las madres; éstos daban entonces frutas a los niños en signo de regocijo. La más santa y más misteriosa de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras. Ram la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos del amor concebido en la primavera y a las almas de los muertos, a los antepasados.

Punto de conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad religiosa era a la vez el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las que vuelven a encarnar en las madres y renacer en los niños. En esa noche santa, los antiguos Arios se reunían en los santuarios del Ailyana-Vaeia, como antes lo habían hecho en sus bosques. Con hogueras y cánticos celebraban el nuevo principio del año terrestre y solar, la germinación de la Naturaleza en el corazón del invierno, la palpitación de la vida en el fondo de la muerte. Cantaban el universal beso del cielo a la tierra y el acto de engendrarse el nuevo sol en la gran Noche-Madre.

Ram ligaba de este modo la vida humana al ciclo de las estaciones, a las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía resaltar su sentido divino. Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro le llama “el jefe de los pueblos, el muy afortunado monarca”. Por la misma razón el poeta indio Valmiki, que transporta el antiguo héroe a una época mucho más reciente y como hijo de una civilización más avanzada, le conserva sin embargo los rasgos de tan alto ideal”. “Rama, el de los ojos de loto azul — dice Valmiki —, era el señor del mundo, el dueño de su alma y del amor de los hombres, el padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres la cadena del amor”.

Establecida en el Irán, a las puertas del Himalaya, la raza blanca no era aún dueña del mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase en la India, centro capital de los Negros, los antiguos vencedores de la raza roja y de la raza amarilla. El Zend-avestahabla de esta marcha de Rama sobre la India.

Es muy digno de notarse que el Zend-avesta, el libro sagrado de los parsis, aunque considerando a Zoroastro como el inspirado de Ormuzd, el profeta de la ley de Dios, lo presenta como continuador de un profeta mucho más antiguo. Bajo el simbolismo de los antiguos templos, se encuentra aquí el hilo de la gran revelación de la humanidad que liga entre sí a los verdaderos iniciados.

He aquí este pasaje importante: ”Zarathustra (Zoroastro) preguntó a Ahura-Mazda (Ormuzd, el Dios de la luz): Ahura-Mazda, tú, santo y muy sagrado creador de todos los seres corporales y muy puros. ¿Quién es el primer hombre con quien primero has hablado, tú que eres Ahura-Mazda?.

Entonces Ahura-Mazda respondió: “Es el hermoso Yima, el que estaba a la cabeza de una agrupación digna de elogios, ¡Oh, puro Zarathustra!”. Y yo le dije: “Vela sobre los mundos que son míos vuélvelos fértiles en su cualidad de protector”. Y yo le traje las armas de la victoria, yo que soy Ahura-Mazda. Una lanza de oro y una espada de oro. Entonces Yima (el Noé persa) se elevó hasta las estrellas hacia el Mediodía, sobre el camino que sigue el Sol. Él marchó sobre esta tierra que había vuelto fértil. Ella fue de un tercio más considerable que antes. Y el brillante y bello Yima reunió la asamblea de los hombres más virtuosos en el célebre Airyana-Vacia”.

La epopeya india la convierte en uno de sus temas favoritos. Rama fue el conquistador de la tierra que cierra el Himavat, la tierra de los elefantes, los tigres y las gacelas. Himavates el monte sagrado de los ascetas y lugar donde viven todos los seres mitológicos. Se cree que se encuentra en el Himalaya. Él ordenó el primer choque y condujo el primer empuje de esta lucha gigantesca en que dos razas se disputaban inconscientemente el cetro del mundo. La tradición poética de la India, reforzada por las tradiciones ocultas de los templos, ha simbolizado en ello la lucha de la magia blanca y la magia negra.

En su guerra contra los pueblos y los reyes del país de los Djambous, como se le llamaba entonces, Ram o Rama, como le llamaron los orientales, desplegó medios milagrosos en apariencia, porque están por encima de las facultades ordinarias de la humanidad, y que los grandes iniciados deben al conocimiento y manejo de las fuerzas ocultas de la Naturaleza. Aquí la tradición le representa como haciendo brotar manantiales de un desierto, allá encontrando recursos inesperados en una especie de maná cuyo uso enseñó; por otra parte, haciendo cesar una epidemia con la planta llamadahom, el amomosde los Griegos, la perseade los Egipcios, de la que sacó un jugo salutífero. Esta planta llegó a ser sagrada entre sus sectarios, y reemplazó al muérdago de la encina, conservado por los celtas de Europa.

Rama usaba contra sus enemigos de toda clase de prodigios. Los sacerdotes de los Negros no reinaban ya más que por medio de un bajo culto. Tenían ellos la costumbre de alimentar en sus templos enormes serpientes y pterodáctilos, raros supervivientes de animales antediluvianos, que hacían adorar como a dioses y que aterrorizaban a la multitud. A esas serpientes daban de comer la carne de los cautivos (de ahí vienen las tradiciones sobre dragones).

A veces Rama aparecía de improviso en esos templos, con antorchas, arrojando, aterrorizando, domando y sojuzgando a serpientes y sacerdotes. A veces se mostraba en el campo enemigo, exponiéndose sin defensa a aquellos que buscaban su muerte, y volvía a partir sin que ninguna persona hubiese osado tocarle.

Cuando se interrogaba a los que le habían dejado huir, respondían que habiendo encontrado su mirada, se habían sentido petrificados; o bien, mientras que hablaba, una montaña de bronce se había interpuesto entre ellos y él, y habían cesado de verle.

En fin, como coronamiento de su obra, la tradición épica de la India, atribuye a Rama la conquista de Ceilán, último refugio del mago negro Rávana, sobre quien el mago blanco hace llover una lluvia de fuego, después de haber echado un puente sobre un brazo de mar con un ejército de monos, el cual se puede reducir a alguna tribu primitiva de bimanos salvajes, inducida y entusiasmada por este gran encantador de las naciones.

Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los ante pasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado. Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo.

 Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía. Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año. Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad.

Era Sita.qie le dijo: “Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo”.

Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó.

Pero sobre lo alto de las selvas, Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: “Si pones esa corona sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer, morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella.

Elige: escúchala o sígueme”. En Grecia, el antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionysos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta. 

Rama guardó silencio un instante. Su mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”.

En seguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba: “Ráma! ¡Rama!”. Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: — “¡A mí!” — y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte del Himavat. Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible”.

Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real. Los cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de la tiara papal tienen ese origen.

Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza! Al fijar los doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba con las influencias del sol y en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada.

Los signos del Zodíaco representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica —

1. El Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja. —
2. El toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en el fango le priva de ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los Celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse.
3. Géminis expresa la alianza de Rama con los Turanios. —
4. Cáncer, sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho.
5. Leo, los combates contra sus enemigos. —
6. La Virgen alada, la victoria. —
7. Libra, la igualdad entre los vencedores y los vencidos. —
8. Escorpio, la revolución y la traición.
9. Sagitario, la venganza que emplea. —
10. Capricornio. —
11. Acuario. —
12. Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia. —

Se puede encontrar esa explicación del Zodíaco tan atrevida como rara.

Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis de Fabre d’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas perspectivas.

Estos signos leídos en el orden inverso marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diversos grados que era preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza;

Aries, el asterismo del Fuego o del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento de la Verdad. Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad.

Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa. En los tiempos védicos el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes de los Indos. Por su genio organizador, el gran iniciador de los Arios había creado en el centro del Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de vida que debía irradiar en todos sentidos. Las colonias de los Arios primitivos se repartieron por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus cultos y sus dioses. De todas esas colonias, la rama de los Arios de la India es la que más se aproxima a los Arios primitivos.

Los libros sagrados de los Hindúes, los Vedas, tienen para nosotros un triple valor. En primer término nos conducen al foco de la antigua y pura religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes. Ellos nos dan en seguida la clave de la India.

En fin, nos muestran una primera cristalización de las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las religiones arias. Aquí nos limitaremos a un breve resumen de la parte externa y del núcleo de la religión védica. Los brahmanes consideran a los Vedas como sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las ciencias. La palabra Veda significa saber.

Los sabios de Europa han sido justamente atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación. Al principio no han visto en ellos más que una poesía patriarcal; luego han descubierto allí no solamente el origen de los grandes mitos indo-europeos y de nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un profundo sistema religioso y metafísico. El porvenir les reserva quizá una última sorpresa, que será la de encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, que la ciencia moderna está próxima a descubrir.

Nada más sencillo y más grande que aquella religión, en la que un profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente. Antes del nacimiento del día, un hombre, un jefe de familia se halla en pie ante un altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de madera. En sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey del sacrificio. Mientras la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una mujer que sale del baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe pronuncia una oración, una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el Sol), a los Asuras (a los espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor fermentado de la asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses invisibles la oración purificada que sale de los labios del patriarca y del corazón de la familia.

El estado de alma del poeta védico está igualmente alejado del sensualismo helénico, según los cultos populares de Grecia, no de la doctrina de los iniciados griegos, que representa a los dioses cósmicos con hermosos cuerpos humanos, y del monoteísmo judaico, que adora al Eterno sin forma, como presente en todas partes. Para el poeta védico, la Naturaleza semeja a un velo transparente, detrás del cual se mueven fuerzas imponderables y divinas.

A estas fuerzas es a las que invoca, a las que adora, a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado de sus metáforas. Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la potencia creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema solar. Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo, lanza el rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en la vida atmosférica, en “el gran transparente de los aires”.

 Cuando ellos invocan a Varuna (el Urano de los griegos), el Dios del cielo inmenso, luminoso, que abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan más aun. “Si Indra representa la vida activa y militante del cielo, Varuna representa su inmutable majestad. Nada iguala a la magnificencia de las descripciones que de Él hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su vestido, el huracán su soplo. Él es quien ha establecido sobre cimientos inconmovibles el cielo y la tierra y quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y conserva todo. Nada podría alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero sabe todo y ve todo lo que es y lo que será.

Desde las cumbres del cielo, donde reside en un palacio de mil puertas, Él distingue la huella de los pájaros en el aire y la de los navíos sobre las olas. Desde allí, desde lo alto de su trono de oro con cimientos de bronce, contempla y juzga las obras de los hombres. Él es quien mantiene el orden en el Universo y en la sociedad; Él castiga al culpable; Él es misericordioso con el hombre que se arrepiente. Por eso hacia Él se eleva el grito de angustia del remordimiento; ante su casa el pecador va a descargarse del peso de su falta. Por otra parte, la religión védica es ritualista, a veces altamente especulativa. Con Varuna, desciende a las profundidades de la conciencia y realiza la noción de la santidad”.

Agreguemos que esta religión se eleva a la pura noción de un Dios único que penetra y domina al gran Todo. Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos arrojan en anchas ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la envoltura externa de los Vedas. Con la noción de Agni, del fuego divino, tocamos el nudo de la doctrina, a su fondo esotérico y trascendente. En efecto, Agni es el agente cósmico, el principio universal por excelencia.

 Según A. Barth, en su obra “ Les religions de l’Inde”: “No es solamente el fuego terrestre del relámpago y del sol. Su verdadera patria es el cielo invisible, místico, estancia de su eterna luz y de los primeros principios de todas las cosas. Sus nacimientos son infinitos: bien que brote del trozo de madera en el que duerme como el embrión en la matriz, bien que, “Hijo de las Ondas”, se lance, con el ruido del trueno, desde los ríos celestiales donde los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado.

Él es el hermano mayor de los dioses,pontífice en el cielo como en la tierra, y él ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván y los Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como protector, huésped y amigo de los hombres. Amo y generador del sacrificio, Agni viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto es el sacrificio. 

Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y conserva la vida universal; en una palabra, es la potencia cosmogónica. Soma es el compañero de Agni. En realidad es el brebaje de una planta fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio. Pero, al igual que Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema está en las profundidades del tercer cielo, donde Surya, la hija del sol, le ha infiltrado, donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador. De allí es de donde el Halcón, un símbolo del rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres.

Los dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo serán a su vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los bienaventurados. Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre, penetra a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y da su vuelo a la oración. Alma del cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él forma con Agni un par inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las estrellas”.

La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios esenciales del universo, según la doctrina esotérica y según toda filosofía viva. Agni es el Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno femenino, el Alma del mundo o substancia etérea, matriz de todos los mundos visibles e invisibles a nuestros ojos, la Naturaleza, en fin, o la materia sutil en sus infinitas transformaciones. Lo que prueba indudablemente que Soma representaba el principio femenino absoluto, es que los brahmanes lo identificaron más tarde con la luna. La luna simboliza el principio femenino en todas las religiones antiguas, así como el sol simboliza el principio masculino. La unión perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia de Dios. De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos fecunda.

Los Vedas hacen del acto cosmogónico un sacrificio perpetuo. Para producir todo lo existente, el Ser supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su unidad. Ese sacrificio es, pues, considerado como el punto vital de todas las fusiones de la Naturaleza. Esta idea sorprende al principio; mas es muy profunda cuando se reflexiona sobre ella y contiene en germen toda la doctrina teosófica de la evolución de Dios en el mundo, la síntesis esotérica del politeísmo y del monoteísmo. Ella dará vida a la doctrina dionisíaca de la caída y de la redención de las almas, que florecerá en Hermes y en Orfeo. De ahí brotará la doctrina del Verbo divino proclamada por Krishna y predicada por Jesús Cristo.

El sacrificio del fuego con sus ceremonias y sus plegarias, centro inmutable del culto védico, se convierte así en la imagen del gran acto cosmogónico. Los Vedas dan una importancia capital a la oración, a la fórmula de invocación que acompaña al sacrificio. Por esta razón, consideran a la plegaria como una diosa: Brahmanaspati.

La fe en el poder evocador y creador de la palabra humana, acompañada del movimiento poderoso del alma, o de una intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y la razón de la doctrina egipcia y caldea de la magia. Para el sacerdote védico y brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte del culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden. En cuanto a la inmortalidad del alma, los Vedas la afirman tan alta y claramente como es posible hacerlo.

“Es una parte inmortal del hombre; ella es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos, inflames con tus fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos, en el cuerpo glorioso formado por ti”. Los poetas védicos no indican solamente el destino del alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde ha nacido el alma? “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que se van y vuelven a venir”. He ahí en dos palabras la doctrina de la reencarnación que jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo, entre los Egipcios y los Órficos, en la filosofía de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios, el arcano de los arcanos. ¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las grandes líneas de un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica del universo?

No hay allí solamente la intuición profunda de las verdades intelectuales anteriores y superiores a la observación; hay, además, unidad y amplitud de miras en la comprensión de la Naturaleza, en la coordinación de sus fenómenos. Como un hermoso cristal de roca, la conciencia del poeta védico refleja el sol de la eterna verdad, y en ese prisma brillante se juntan ya todos los rayos de la teosofía universal. Los principios de la doctrina permanente son todavía más visibles aquí que en los otros libros sagrados de la India, y en las otras religiones semíticas o arias, a causa de la singular franqueza de los poetas védicos y de la transparencia de esa religión primitiva, tan alta y tan pura. En aquella época, la distinción entre los misterios y el culto popular no existía.

Pero leyendo atentamente los Vedas, detrás del padre de familia o el poeta oficiante de los himnos, se ve ya otro personaje más importante: el Rishi, el sabio, el iniciado, de quien ha recibido la verdad. Se ve también que esa verdad se ha transmitido por una tradición ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la raza aria. He ahí, pues, al pueblo ario lanzado en la carrera de conquista y civilización, a lo largo del Indus y del Ganges. El genio invisible de Rama, la inteligencia de las cosas divinas, Deva Nahousha, reina sobre él. Agni, el fuego sagrado, circula por sus venas. Una aurora rosada envuelve a esta edad de juventud, de fuerza, de virilidad. La familia está constituida, la mujer respetada. Sacerdotisa en el hogar, a veces compone y canta ella misma los himnos. “Que el marido de esta esposa viva cien otoños”, dice un poeta.

Se ama a la vida; pero se cree también en su más allá. El rey habita en un castillo sobre la colina que domina al pueblo. En la guerra va montado en un carro brillante, vestido con armas relucientes, coronado con una tiara, y resplandece como el dios Indra. Más tarde, cuando los brahmanes hayan establecido su autoridad, se verá elevarse cerca del palacio espléndido del Maharaja, o gran rey, la pagoda de piedra de donde saldrán las artes, la poesía y el drama de los dioses, gesticulado y cantado por las bailarinas sagradas.

Por el momento las castas existen, pero sin rigor, sin barrera absoluta. El guerrero es sacerdote y el sacerdote guerrero, más frecuentemente servidor oficiante del jefe o del rey. Más he aquí un personaje de aspecto pobre y de gran porvenir. 

Cabellos y barba incultos, medio desnudo, cubierto de harapos rojos. Ese muní, ese solitario habita cerca de los lagos sagrados, en las soledades salvajes, donde se dedica a la meditación y a la vida ascética. De cuando en cuando viene para amonestar al jefe o al rey.

Frecuentemente le rechazan, le desobedecen; pero le respetan y le temen. Ejerce ya un poder temible. Entre aquel rey, sobre su carro dorado, rodeado por sus guerreros, y este muní casi desnudo, sin otras armas que su pensamiento, su palabra y su mirada, habrá una lucha, y el vencedor formidable no será el rey; será el solitario, el mendigo descarnado, porque tendrá la ciencia y la voluntad. La historia de esa lucha es la del brahmanismo, como más tarde será la del buddhismo, y en ella se resume casi toda la historia de la India.